Trenes de la calma y
el mar
I. El azar de los
trenes
Veo
a través de lo negro de los años,
me
duele dar un paso a través del olvido
hacia
las dentaduras del abismo,
hundiéndome
en la botánica,
en
las vegetaciones inconcebibles
de
una olvidada sala decaída.
Una
pequeña página de cuarzo,
un
racimo de tréboles amargos,
una
palma con flores negras
se
pudren en el tiempo…
ceniza
llena de apagadas almas,
muertas
palomas neutrales,
el
áspero vino.
Tu
silenciosa multitud,
tu
inmovilidad desamparada
con
pies pesados de roja fatiga.
Lo
que mi corazón pálido no puede abarcar.
El
tren nocturno toca violentamente estaciones,
candados
a quebrar con la ira
de
tu pesado y silencioso corazón.
II.
Tejiendo la calma.
Se
desciñe la niebla en jirones de plata
desde
los más distantes relojes.
Manos
interrumpidas,
círculos
de dulzura,
flechas
pegadas a tu calma.
Un
ave se descuelga del ocaso,
ese
sonido ya tan largo
de
secretas maderas inconclusas,
extendiéndose
sin tregua
en
las costuras del árbol.
Organicé
mi corazón levantando la esperanza,
mirando
las flores que esperaron
un
bárbaro viento tricolor.
Seres
dormidos en tu boca espesa
giran
arremolinados
a
la espera de tejer
tu
calma con la mía.
III.
El misterioso mar
Soledades
marinas como rosas de la tierra.
Ola
de olores muriendo
en
la sumergida lentitud,
van
mis besos en esos barcos graves,
como
el agua sombría que vive en sus profundos corredores.
Respiré
las aguas más sordas de la envidia,
privilegiada
espuma que las olas depositan y rompen
húmedos
boscajes del sur del mundo.
Se
desenreda el viento sobre las aguas errantes,
hago
fuego junto al mar.
Esta
agua trágica era lluvia,
lluvia
de un solo día,
de
una sola hora,
de
nuestro austral invierno.
Lluvia
atravesando muertos
para
mostrarme su torrencial secreto.
Agua
original y temible,
con
su misterioso derrame,
mi
conexión interminable
a
la vida, la muerte.
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