Quebrando el silencio
María siente que se le escapa la vida por las uñas. El sueño le recorre desde los cabellos, cruzando por sus palpitaciones hasta desvanecerse en sus manos, su ansiedad se estrella como mar entre rocas, al filo de la demencia.
Nada cambia, el mismo niño que hay que mecer, es sólo que hoy la paciencia se quedó escondida detrás de sus pestañas y no se animó a hacerse visible. Hoy el niño irrumpe en un chillido que estalla agresivamente en sus conductos auditivos. María mece con la mano gris, fantasmal, casi se desvanece. Entonces el niño calla.
Ella duerme con un sueño pausado, intermitente. De pronto vislumbra entre sus proyecciones el rostro de su madre, ella la golpea, le entierra en su espalda el tacón de una zapatilla. Después procede a amarrarla y la encadena a un tubo. María se mezcla entre el agua sucia y el metal oxidado, aspira corrientes de violencia y desamparo. Ese sueño la recarga de una cierta agresividad inevitable.
De nuevo el niño revienta el silencio y lo quiebra como vidrio astillado. María despierta con sobresalto, con la desesperación en la garganta amarrándose a su cuello, sintiéndose aprisionada, como en aquella infancia. Vuelve a mecer al niño, aunque ahora con mayor fuerza. Finalmente el silencio regresa.
María inmersa entre páginas de ensoñación encuentra una puerta cerrada. La abre y frente a ella un vació, al dar el paso cae en una infinita soledad. Un hombre le embarra su mugre, la contamina, deja caer su perversidad por entre sus piernas. Ella vuelve a llorar cinco veces en el sueño, y vuelve a caer indefensa en las trampas del abuso.
El llanto inadvertido del niño la ha traído de vuelta. Es una carga doble, soportar la pesadilla y la brusca queja de ese niño. María sólo desea dormir, se encuentra perdida en un laberinto, vuelve a sentir la gruesa saliva del hombre recorriendo su mejilla. Mece al niño ahora con agresividad. Hasta que consigue arrullarlo.
Encuentra el instante para dormir. Ahora se encuentra frente a un muro, débil y mal construido, intenta robarse un ladrillo cuando todo se le viene encima. Los rojos ladrillos caen en su cabeza, así como caen también, a su cerebro, las palabras de su tía llamándola tonta, descuidada, niña mala, retrasada fue la más fuerte. Ella palidece y se derrite hasta fundirse con el pavimento.
Esta sería la última vez que ese niño llorara. María saltó de la cama decidida a terminar con el obstáculo. No pretendería seguir escuchando esos gritos, ninguno, no los del niño, no los de su conciencia.
- Ya cállate maldito niño. Eres una molestia. Eres lo único que me impide dormir. Así que mejor me deshago de ti.
María no dudó, no se detuvo, simplemente aprisionó al niño, como lo hubiese hecho con su madre, o aquél hombre sucio, o su tía histérica. Cerró la ventana de las branquias del bebé. El bebé se arrugó como una hoja seca y se deshizo. Entonces María pudo dormir tranquila, sintiendo que los había matado a todos.
Era sólo una niña, una niña de 11 años. Pero una niña necesita dormir en paz, con el sueño liviano. Necesita dormir.
Derechos Reservados (DR) © Zita Ixhel Noriega Estrada. México, D.F. 2006
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